El director danés se ha embarcado en una relectura de los géneros tan ególatra como radical. ‘Nymphomaniac’ es hasta ahora la última y polémica muestra
Charlotte Gainsbourg, la última musa del cine de Lars Von Trier.
Los cineastas franceses de la nouvelle vague se convirtieron a finales de los 50 en custodios de la tradición norteamericana de los géneros, enfermos de nostalgia por un cine que ya no existía. Comprendieron que el mejor homenaje que podían dar a las películas de Ford, Hitchcock o Fuller era subvertirlas sin traicionar su esencia.
«Los americanos son buenos contando historias. Los franceses, no. Flaubert y Proust no pueden contar historias, hacen otra cosa», llegó a afirmar Jean-Luc Godard. El director de Pierrot el loco (1965) cosió un nuevo traje entallado para los clásicos a base de clichés y retales que deslumbró a una generación de espectadores convencidos de estar (re)descubriendo un arte nuevo. Está por ver que Lars Von Trier tenga tanto talento como Godard, pero en los últimos años también se ha embarcado en una excursión por los géneros con la muy diferente intención de dinamitarlos. Los resultados no siempre han estado a la altura de las intenciones.
La risa funesta
Lars Von Trier se toma mucho menos en serio que su propio público, que no siempre sabe captar el humor cáustico que caracteriza su filmografía. En El jefe de todo esto (2006), su primera comedia, el danés prescindió absolutamente de gags visuales y recursos de slapstick para retomar los alocados intercambios de diálogo de las screwball comedies de los años 30 como La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938).
Hay aquí algo de miseria moral: al danés, que desconoce las servidumbres de un trabajo de oficina de nueve a seis, le parece divertido que un director de empresa –por ficticio que sea– maltrate a sus empleados. Y también hay apuntes geopolíticos; la obsesión de una multinacional islandesa por comprar la oficina danesa en la que transcurre la película es el reflejo de las tensiones de siglos entre ambos países.
Von Trier no entiende el humor como un elemento inofensivo, aunque esto podría ser genético. Asegura que es muy típico del pueblo danés morirse de risa cuando se les trata de estúpidos, como corresponde a un país pequeño poblado de gente masoquista. En el fondo, debió de disfrutar lo suyo cuando el Festival de Cannes le declaró ‘persona non grata’ por sus desafortunados comentarios sobre Hitler. Casi tanto como con la polémica que generó con el Dogma 95 y Los idiotas (1998), experimento escrito en cuatro días y rodado en cinco semanas sobre un grupo de jóvenes que encuentra liberador y subversivo hacerse pasar por retrasados mentales.
Musicales de una sola toma
En el año 2000 hizo su versión del género musical para poder desamericanizarlo. No hay película de Von Trier sin ocurrencia técnica asociada. En Bailar en la oscuridad, las tomas de grúa y encuadres en movimiento clásicos del género le parecían poca cosa, así que se lanzó a filmar los números musicales como si fueran retransmisiones en directo en televisión. Si los rodaba en una sola toma bajo la atenta vigilancia de hasta 100 cámaras estáticas, dispondría de los suficientes ángulos y perspectivas para no tener que repetir. Obviamente, el experimento no funcionó, no por lo peregrino del sistema, sino porque «hubieran hecho falta 2.000 cámaras». Genio y figura hasta cuando se pasa de frenada.
Más allá del muy publicitado enfrentamiento entre Von Trier y la cantante islandesa, que tenía la saludable costumbre de escupirle cada mañana tras recordarle cuánto le odiaba, el rodaje fue tenso. Catherine Deneuve se quejó pública y repetidamente de la desastrosa logística de coreografías como Cvalda y los continuos retrasos en la filmación. Quizá, como ha apuntado en alguna ocasión, Von Trier se hubiera sentido más cómodo rodando una versión dogma de la ópera Tristán e Isolda.
Terror: los demonios del bosque
Lars Von Trier se planteó dirigir una adaptación teatral de El exorcista, pero acabó por plasmar en pantalla sus propios demonios para exorcizarlos y psicoanalizar en público su muy publicitada depresión. La idea de Anticristo le rondaba desde 2004, cuando escribió un guión basado en la idea de que el mundo había sido creado por Satán, aunque el proyecto acabó transformándose en algo muy distinto. Con la premisa de que el cine de terror otorga carta blanca para hablar de casi cualquier cosa, partió de un argumento prototípico –una pareja que se refugia en una cabaña perdida en el bosque para cicatrizar heridas emocionales– para regresar al siniestro expresionismo de sus primeras producciones.
La historia es la suya de siempre; una mujer vulnerable y pasiva que es conducida a la locura por las malas artes de un hombre sádico. El autoproclamado mejor director del mundo, creador también de la muy lynchiana y turbia serie The kingdom, escandalizó a la prensa mojigata en el pase de la película en Cannes, principalmente por algún momento de sexo explícito y mutilación genital. Un mero truco de trilero: la relación entre el Eros y el Thanatos, por muy al límite que se quiera llevar, es casi tan vieja como el género. No cuela.
Ciencia-ficción: el fin del mundo es un final feliz
Lars Von Trier ya se estrenó en pantalla grande –si exceptuamos Images of relief (1982)– con un ejercicio de ciencia-ficción desarrollado en entornos posapocalípticos, como dictaba la moda cinematográfica de los primeros ochenta. El elemento del crimen (1984) fue un artefacto metagenérico de bajo presupuesto plagado de clichés y citas a otros directores. Como en las posteriores Epidemic (1987) y Europa (1991), el autor juega a imaginarse el futuro de Europa en clave distópica. Muchos años después, entre el Blade Runner de Ridley Scott y el Solaris de Tarkovski, el danés eligió lo segundo.
En la mortecina calma del director ruso, Melancolía (2011) aborda el género en clave intimista y psicológica. La melancolía a la que se refiere el título es tanto una enfermedad como un planeta que se acerca inexorablemente a la Tierra. La ciencia-ficción suele fantasear con la idea de vida alienígena para esquivar la metafísica pregunta de si estamos solos en el universo. El gran danés no sólo está seguro de que no hay vida fuera, sino que además confía en la llegada del apocalipsis para borrar la nuestra de la galaxia de una vez por todas. ¿La banda sonora de lo que entiende Von Trier por un final feliz? Evidentemente, Tristán e Isolda, de Wagner
Melodramas naturalistas
«En sus películas las mujeres piensan […] es maravilloso ver pensar a las mujeres. Da esperanzas. Francamente», dijo una vez Fassbinder de los melodramas de Douglas Sirk. A Lars Von Trier, sin embargo, nunca le interesó ni emocionó demasiado la obra del director de Imitación a la vida (1959).
Rompiendo las olas (1966), su primer intento de melodrama, nace como un intento de apuñalar por la espalda al género, pero también de lidiar con los fantasmas de una infancia en la que cualquier manifestación emocional era convenientemente reprimida. Donde Sirk propone vivos colores y estilizados movimientos de cámara, Von Trier responde con un drama naturalista con estética de documental casero y colores apagados sobre el poder redentor de la fe y los milagros.
A su pesar, Lars Von Trier tiene algo al menos en común con Douglas Sirk: su capacidad para hacer brillar en pantalla a sus abnegados personajes femeninos, capaces de entregarse y perdonar absolutamente todo, aunque les conduzca a su autodestrucción, como en el caso de la Bess de Rompiendo las olas. Teniendo en cuenta que la materia prima del melodrama es el sufrimiento de la heroína protagonista, y que Lars Von Trier tiende a proyectarse en los personajes femeninos principales, lo que tenemos aquí es un embrollo bastante freudiano.
La gran broma del cine
Más allá de los coqueteos con los géneros, a Lars Von Trier le gustaría pasar a la historia por perpetrar una gigantesca e indulgente broma posmoderna a costa del propio cine. Dogville (2003) y Manderlay (2005), los dos capítulos de la que iba a ser su trilogía de Estados Unidos –la tercera, Wasington, estaba prevista para 2009, pero no se ha vuelto a saber nada–, no son cine ni anticine sino, o al menos a eso aspira el cineasta, una fusión armoniosa entre literatura, cine y teatro que se ríe de las barreras entre artes.
Ambas películas se desarrollan en un escenario semivacío en el que líneas pintadas en el suelo separan las distintas estancias; un guiño a las técnicas de distanciamiento del teatro de Bertolt Brecht, cuya canción Jenny y los piratas inspiró levemente Dogville. Sin embargo, los actores no declaman sus textos con teatralidad y Von Trier tampoco renuncia a la planificación en secuencias y a los recursos plenamente cinematográficos.
Para acabar de liar la cosa, están estructuradas en base a capítulos cuyos títulos recuerdan a los de las novelas decimonónicas inglesas, de las que Lars Von Trier también toma prestado el recurso del narrador omnisciente. El danés, que no había pisado Estados Unidos antes de rodar Dogville, ironiza de paso –entre el panfleto y el cartoon– sobre aquellas grandes producciones épicas que dulcifican la construcción de la Nación, metiendo el dedo en la llaga del gansterismo de los años 30 y la segregación racial.
Pornofilia
Durante las entrevistas de promoción de Anticristo, Lars Von Trier se mostró radicalmente en contra de hacer una película pornográfica, al considerarlas demasiado utilitaristas y crudas. Dos años después, en los encuentros con la prensa a propósito de Melancolía, el contradictorio danés hablaba entusiasmado de su nuevo proyecto más o menos relacionado con este género.
Como viene siendo habitual en los últimos años, con Nymphomaniac el cineasta ha tirado el hueso y periodistas y críticos le hemos reído la gracia, fomentando ¿sin querer? su campaña de promoción de turno. «¡Habrá sexo en la película! No puedo hacer una película sin penetración. Sería ridículo», alardeaba el danés en su momento. Y sí, hay escenas explícitas en su última producción, pero rodadas por actores profesionales, en cuyos cuerpos se han fundido digitalmente los rostros y torsos de de Charlotte Gainsbourg o Shia LaBeouf.
Tampoco disfrutaremos de la cacareada versión de más de cinco horas prometida por su director, que ha renunciado al montaje final. La película se estrenará en dos partes de 110 y 130 minutos, con diferentes montajes en función de la permisividad de las autoridades locales al respecto.
Tras el embargo que prohibía hablar de la película hasta el 17 de diciembre, ya sabemos que Nymphomaniac tiene escenas de sexo en abundancia, pero no resulta particularmente sexual. Repele y atrae al mismo tiempo, como ya contaba Stellan Skarsgård de manera mucho más asilvestrada.
Queda por saber qué pasará con ese nuevo género cinematográfico que Von Trier dice haber inventado aquí: el digresionismo, o arte de alejarse del tema principal. Si no eres capaz de aniquilar los géneros, invéntalos.
“MG” es el nuevo proyecto en solitario del principal compositor de Depeche Mode Martin Gore. 16 temas instrumentales de electrónica pura, que oscilan entre las atmósferas indietrónicas y la violencia de los sonidos industriales.
No eres precisamente el compositor más prolífico del mundo. ¿Qué ha cambiado en estos últimos años?
Como sabes, Dave Gahan compone ahora también canciones para Depeche Mode. Cuando nos pusimos a escribir canciones para “Delta Machine”, reunimos tantos temas que se quedaron fuera cuatro o cinco instrumentales que había compuesto. Empecé a pensar que quizá sería una buena idea hacer un disco completamente instrumental; algo que fuera a la vez diferente y nuevo. Una vez acabada la gira, decidí retocar los citados temas y componer otros en la misma línea, lo que me tuvo ocupado hasta noviembre. En cuanto a “VCMG”, Vince Clarke se puso en contacto conmigo para preguntarme si me apetecía hacer un disco de tecno añejo. Me pareció una idea muy divertida y nos pusimos manos a la obra. Así que sí, tienes razón, me he convertido en un autor prolífico…de temas instrumentales (risas).
¿Trabajar al margen de tus compañeros de banda es un handicap o una bendición?
(risas) Creo que está bien hacer algo de vez en cuando por tu cuenta, dado que los discos de Depeche Mode salen cada cuatro años. Me apetecía sorprender a la gente y la mejor manera de hacerlo era con un disco atmosférico y casi cinematográfico. Por otra parte, no sé yo si Dave y Andy estarían dispuestos a embarcarse en un disco de este tipo.
Con un cancionero tan centrado en ideas-fuerza como el amor, el sexo o la religión, ¿cómo encaras la composición de un disco completamente instrumental?
Cuando compones temas instrumentales, te sitúas en un nivel de consciencia que va más allá de las emociones físicas y no te hace falta tener temáticas concretas en mente. Al hacer una canción instrumental, la única información que le das al oyente es el título, y con eso a veces es suficiente para trasladarle a una especie de tierra de los sueños en la que se estimule su imaginación. En cuanto a los títulos de las canciones, prefiero no explicar por qué los he elegido. Más que a nada porque a veces las razones reales pueden ser de lo más mundano y acabar defraudando las expectativas (risas).
Vale, aunque no creo que sea el caso de la broma distópica que esconde el título del primer single, “Europa Hymn”
Lo cierto es que el otro día bromeaba con un amigo acerca de que “Oda a la alegría” de Beethoven, elegido por la UE como himno oficial, es demasiado alegre y positivo para representar a la Europa de estos tiempos de crisis. Quizá es hora de renovarlo (risas).
“MG” funciona como un todo unitario, aunque al diseccionarlo por temas sorprende su eclecticismo, aunque también la desnudez de los temas
No quería centrarme en una única área y hacer un disco que acabara en la sección de “ambient” de las tiendas de discos. Quería que fuera diverso, pero también minimalista, otra de las ideas que me autoimpuse. Creo que la canción más larga supera por poco los cuatro minutos. En realidad, más que un álbum, hablamos de esbozos de una banda sonora imaginaria para una película de ciencia-ficción.
Como fan del sci-fi no me resisto a preguntarte, ¿qué banda sonora te hubiera gustado firmar de poder hacerlo?
Es una pregunta difícil. Me encanta “Blade Runner”, pero por desgracia Vangelis hizo un trabajo tan maravilloso componiendo la banda sonora que no me atrevería a enmendarle la plana.
¿La ausencia de guitarras implica un distanciamiento consciente respecto al sonido bluesy de los últimos discos de Depeche Mode?
No me atrevería a ir tan lejos. El concepto de partida era componer un disco enteramente electrónico que no tuviera nada que ver con el sonido de la banda. La guitarra tiene un sonido tan particular y reconocible para todo el mundo que inmediatamente traslada al oyente a un sitio y espacio determinados, mientras que los sintetizadores tienen un efecto completamente diferente y propician la creación de atmósferas, que era lo que perseguía con este disco. Mucha gente me pregunta también por qué no he introducido voces, pero es que hubiera pervertido la idea original que tenía en mente.
¿Tienes la sensación de que los temas instrumentales de la banda están infravalorados?
Creo que son una parte muy importante de nuestra carrera. Probablemente hubieramos tenido el mismo éxito sin ellos, pero muestran una faceta interesante de nuestra idiosincrasia como banda. Si me preguntas cuáles son mis favoritos, me decanto por “Stajarna”, “Painkiller” (aunque prefiero el remix de DJ Shadow) y “Memphisto”.
Y ya que hablamos de Depeche Mode, ¿qué podemos esperar del próximo disco de la banda?
Aunque todos los miembros del grupo estamos de acuerdo en que habrá nuevo disco, aún no hay fechas definitivas ni he empezado a escribir canciones todavía. En un futuro no muy lejano me tengo que poner a ello. En cuanto a “Counterfeit 3”, llegará cuando menos os los esperéis.
La navidad de Charly Brown (Bill Melendez, 1965). Los ejecutivos de la CBS no lo acababan de ver claro: ¿un especial televisivo de Peanuts sin risas enlatadas, música de jazz, extractos del Evangelio según San Lucas y voces de niños reales? Lo que proponía Charles M. Schulz equivalía a un suicidio comercial, pero el creador de Snoopy se mantuvo en sus trece y no aceptó ninguna imposición. ¿El resultado? Más de quince millones de espectadores en su momento y un clásico atemporal para miles de generaciones. Es el corto ideal para poner a tus hijos si preguntan qué significa la Navidad y no sabes qué contestar.
Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993). Spielberg llegó a pensar en Tim Burton para dirigir Gremlins, pero acabó descartándole porque aún no se había puesto al frente de ningún largometraje. Por aquel entonces, Burton había escrito un atípico poema navideño de tres páginas, germen de un corto televisivo que fue descartado por Disney por resultar demasiado oscuro. No era para menos: hablamos una retorcida fábula animada en stop-motion y protagonizada por un esqueleto maníaco-depresivo aburrido de ser el rey de Halloween Town que secuestra a Santa Claus para usurpar su puesto. Hasta diez años después no se dio luz verde a un proyecto por el que Henry Selick se dejó la vida y obtuvo muy poco reconocimiento. No fue un gran éxito de taquilla, pero el culto a su iconografía adorablemente gótica se ha mantenido hasta la actualidad.
Los Teleñecos en Cuento de Navidad (Brian Henson, 1992). Ojo, palabras mayores: para el primer gran proyecto de los Teleñecos tras la muerte de Jim Henson se fichó a -ovación cerrada- Michael Caine en el papel de Ebenezer Scrooge. Esta adaptación del Cuento de Navidad de Charles Dickens con las deliciosas tonadillas marca de la casa pasó algo desapercibida por el estreno de Solo en casa 2, pero el tiempo la ha puesto en su lugar: no sólo es una perfecta forma de introducir a los chavales en el universo Dickensiano, también es una de las adaptaciones más fieles de su obra.
El Grinch (1966 y 2000). Triple combo infalible para mantener entretenidos a los niños en Navidad: en primer lugar, que lean ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, el encantador cuento ilustrado que escribió Dr. Seuss en 1957, protagonizado por una criatura peluda con un corazón dos tallas más pequeño de lo normal. Luego, que disfruten de El Grinch: el cuento animado (1966) la adaptación televisiva de Chuck Jones con arrebatadora estética a lo Looney Tunes. Si ya estudian inglés, mejor ponerles la versión original, con la narración de un Boris Karloff que también pone la voz del Grinch. Como no llega a media hora, podemos acabar la sesión con El Grinch, la versión en imagen real que dirigió Ron Howard en 2000, con el protagonismo absoluto de Jim Carrey. Eso sí, no les cuenten que el actor tuvo que recurrir a técnicas de resistencia de Navy Seals para poder aguantar las tres horas diarias de insufrible maquillaje.
Para una noche en familia
La jungla de cristal (John McTiernan, 1988). Nació como una secuela de Commando que ninguno de los tipos duros de los ochenta estaba dispuesto a interpretar. 25 años después, se ha convertido en la mejor película de acción de todos los tiempos, según la revista Entertainment Weekly. Más difícil es explicar por qué se ha convertido en una de las películas favoritas de estas fechas para casi todo el mundo, al igual que sucede en menor medida con Arma Letal (Richard Donner, 1987) o Batman vuelve (Tim Burton, 1992). Vale, se desarrolla en Navidad y entre explosiones, cristales rotos y ametralladoras se cuela un bonito mensaje familiar. Pero mejor no analizar el fenómeno demasiado y dejarse llevar -por nonagésima vez- por las magistrales set-pieces rodadas por John McTiernan y el deslumbrante carisma de Bruce Willis/John McClane, un desastroso antihéroe enfrentado a una situación extraordinaria.
Los fantasmas atacan al jefe (Richard Donner, 1988). Entre película y secuela de la saga Arma Letal, Richard Donner sacó un hueco en su agenda para rodar una versión modernizada y en clave de comedia del Cuento de Navidad de Dickens y, de paso, lanzar unas cuantas pullas a la industria televisiva y al consumismo. Sin llegar al nivel de adicción que provoca Atrapado en el tiempo, es imposible no tenerle cariño por su sobresaturación de efectos especiales y de guión y el protagonismo absoluto de un Bill Murray al que parecen sentarle de maravilla las películas con ectoplasma incluido. El tagline norteamericano de la película rezaba: «Bill Murray vuelve a estar entre fantasmas, sólo que esta vez son tres contra uno».
Gremlins (Joe Dante, 1984). Gremlins iba para película de terror de bajo presupuesto, pero Dante rebajó el tono para hacerla más familiar: comienza como ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946) -en esa pequeña localidad nevada poblada de gente encantadora-, se transforma en una parodia de las películas de monstruos de los 50 y acaba como una anárquica versión de Los pájaros de Hitchcock. Lo que no se dulcificó fue su brutal humor negro y su mensaje nada subliminal contra el consumismo navideño. Da igual que te encuentres en el bando del adorable Gizmo o prefieras la banda macarra de Stripe, cuando aparece un mogwai en pantalla es imposible apartar la vista del televisor.
Elf (John Favreau, 2003). Vale, Will Ferrell proviene de la escuela de humor incendiario del Saturday Night Live, pero aquí no hay trampa ni cartón. Elf es una comedia navideña de humor blanquísimo que, la verdad, resulta más divertida de lo que recordábamos. En Estados Unidos arrasó y ya es un clásico reciente, pero aquí no se le hizo mucho caso, así que nunca es tarde para disfrutar del talento de Ferrell dando vida a un humano criado entre elfos que arrastra evidentes problemas de identidad.
Navidad de sofá y manta con la pareja
Love Actually (Richard Curtis, 2003). Hasta el estreno de Love Actually, ¡Qué bello es vivir! era la película navideña por excelencia, claro que cada vez resultaba más difícil sentirse identificado con el romanticismo en clave New Deal del gran clásico. Un reparto cuajado de estrellas, diálogos chispeantes y hasta diez historias en torno al comienzo y el fin del amor, redenciones y segundas oportunidades, con las que es imposible no sentirse identificado en algún momento. Love actually no perseguía ningún target específico porque apuntaba a todos. No erró el tiro. Diez años después, reina el consenso: estamos ante la película navideña del siglo XXI.
Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989). «No es porque esté solo ni tampoco porque sea Nochevieja. He venido aquí esta noche porque cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida comience cuanto antes». Irresistible colofón a una deliciosa comedia romántica que parte de una pregunta que a todos se nos ha pasado por la cabeza: ¿pueden dos personas de distinto sexo ser amigos? Sabemos desde el principio cómo acabará la cosa, pero nos encanta disfrutar del viaje una y otra vez. Y ojo, que en la primera versión del magistral guión de Nora Ephron Harry y Sally no acababan juntos.
El apartamento (Billy Wilder, 1960). Un sucio cuento de hadas en el que encontramos adulterio, intentos de suicidio, problemas de alcoholismo e hipocresía por doquier; una ácida sátira del capitalismo y sus horarios de trabajo interminables, de los jefes tan déspotas como inútiles y de esos empleados capaces de bajarse los pantalones por un ascenso. Seguro que les suena. Y sin embargo…la maravillosa historia de amor entre Fran Kubelik y C.C. Baxter -que no son precisamente un modelo de conducta, solo demasiado humanos- redime de cualquier miseria moral y arregla todos los días malos de este mundo. Cuando se empezó a filmar El apartamento, sólo había 29 páginas de guión. El resto del libreto de Wilder e I.A.L. Diamond se escribió en base a la extraordinaria química entre Shirley MacLaine y Jack Lemmon, a la que debemos frases tan memorables como «un día vi una huella en la arena y ahí estabas; es algo maravilloso, cena para dos», gags visuales deliciosos como esos espaguetis escurridos en una raqueta de tenis o momentos tan tiernos como aquel en el que Baxter tapa con dulzura los pies de una dormida señorita Kubelik.
Algo para recordar (Nora Ephron, 1993). Meg Ryan y Tom Hanks sólo comparten dos minutos de pantalla juntos en quizá el mejor ejemplo de la tan denostada comedia romántica de los noventa. Un plantel de secundarios formidable, buena dosis de humor para compensar el nivel de azúcar y un climático e inolvidable encuentro en el Empire State Building. Es tan solo uno de los guiños a la película en que se inspira, que en España se llamó Tú y yo (Leo McCarey, 1957), con los inolvidables Cary Grant y Deborah kerr, que a su vez es un remake de la obra maestra Tú y yo (1939), del mismo director y con la no menos mítica pareja formada por Irene Dunne y Charles Boyer.
Para una fiesta con amigos
Rare exports: un cuento gamberro de Navidad (Jalmari Helander, 2010). Joulupukki, nombre finés de Santa Claus, era en origen un macho cabrío de mal café que no sólo no dejaba regalos en Navidad, sino que exigía comida. ¿Qué pasaría si se encontrara a esta versión siniestra del mito enterrado y congelado en la nieve? De esta original premisa parte uno de los más atípicos y divertidos cuentos de Navidad cinematográficos. Hace tres años arrancó bastantes sonrisas y aplausos en Sitges.
Saint (Dick Maas, 2010). Otra opción a tener en cuenta si uno está ya harto de la versión bonachona de Santa Claus. Lo que tenemos aquí es un slasher de filiación ochentera protagonizado por un San Nicolás vengador, encabronado y comeniños. Un poco más salvaje que Rare Exports, aunque al final no derive exactamente en la orgía de sangre y violencia que promete.
Bad Santa (Terry Zwigoff, 2003). Basada en una historia de los hermanos Coen y protagonizada por Billy Bob Thornton en sus 15 segundos de gloria, parte de una premisa potente: un tipo se disfraza de Santa Claus para satisfacer su adicción al alcohol, el sexo y las cajas fuertes. La profusión de tacos intenta por acumulación hacernos creer que estamos ante una comedia negrísima pero como sucede con gran parte de la Nueva Comedia Americana, su fondo en el fondo es bastante blanquito.
Black Christmas (Bob Clark, 1974). Se abre el telón: un maníaco homicida espía a jóvenes universitarias durante la celebración de una fiesta emblemática. ¿ Halloween? Casi. John Carpenter se inspiró abiertamente en este Black Christimas a la hora de guionizar y rodar su clásico, y además persiguió a su director para que se embarcase en una secuela -que nunca llegó, aunque hay remake-. Un clásico oculto del cine de terror repleto de tics visuales setenteros y un final memorable.
Solo en casa
Un cuento de navidad (Arnaud Desplechin, 2008). Si las reuniones familiares suelen acabar en drama en casa, nada como ponerse esta película como terapia previa. Un buen puñado de clichés del cine navideño -familia disfuncional que se reúne y se enfrenta a un conflicto del que salen reforzados- pasados por el filtro de cierto cine francés reciente. O lo que es lo mismo, una tragicomedia coral con multitud de guiños -de Shakespeare a Beckett- y personajes que en el fondo celebra la vida aunque joda.
De ilusión también se vive (George Seaton, 1947). Dos de los motivos más utilizados en las películas navideñas, siempre resueltos en emotiva epifanía: un personaje que ha dejado de creer en el espíritu de la Navidad y un estrafalario personaje que afirma ser Santa Claus y sufre por ello las mofas del vecindario. Ambos beben de este clásico de estas Fiestas, que ya ha conocido cuatro remakes y un musical en Broadway. Hay guiños a De ilusión también se vive en series tan dispares como La dimensión desconocida y Los Simpson. En 2006 el American Film Institute la metió en el top 10 de las películas más inspiradoras de todos los tiempos. Medicina infalible para cínicos.
Brazil (Terry Gilliam, 1985). Otra no-película de Navidad para ahuyentar a la familia o pasar un buen rato de evasión inteligente si no te ha quedado más remedio que pasar las fiestas en soledad. A medio camino entre el totalitarismo orwelliano y las pesadillas burocráticas que imaginó Kafka, esta distopía protagonizada por un funcionario soñador transformado por accidente en enemigo del Estado cuenta con uno de los Santa Claus más aterradores de la historia del cine, además de otros guiños sardónicos a costa de las fiestas.
The snowman (Dianne Jackson, 1982). La joya oculta de la lista. The snowman es un precioso cuento ilustrado sin textos que Raymond Briggs publicó en 1878, adaptado en forma de corto animado en 1982. Al igual que el original carece de diálogo, suplido por una fantástica partitura de Howard Blake y la canción Walking in the air. Su mágico diseño artesanal y su infinita ternura le valió una nominación a un Oscar de la Academia, que no ganó. La versión original cuenta con la presencia de Briggs, aunque hay una edición alternativa en la que el prólogo corre a cargo de Su Majestad David Bowie.
Los ancestros cinematográficos de Quentin Tarantino no siempre cabalgaron en desiertos remotos y montañas lejanas. Sí, es cierto, buena parte de culpa de que su cine sea ácido, violento, nihilista y desesperado la tienen las incontables horas que se pasó devorando los spaghetti westerns de cineastas italianos como Sergio Corbucci, de quien heredó su afición por los antihéroes, el sadismo y las escenas de mutilación. También resulta justo que en esta operación de revival promocional del subgénero a cuenta del estreno de su aportación definitiva al mismo, Django desencadenado, afloren los nombres de directores como Sergio Leone e intérpretes como Franco Nero. Lo que no parece tan comprensible es que se desaproveche la ocasión para recordar la notable impronta patria de algunas de sus películas de cabecera. Ahí van dos ejemplos: El director Alfonso Balcázar participó en los guiones de Una pistola para Ringo y El retorno de Ringo (ambas dirigidas por Duccio Tessarien 1965), mientras que Alejandro Ulloa se encargó de la fotografía de Sugar Colt (Franco Giraldi, 1967). ¿Chovinismo provinciano? En absoluto. Puede que el fenómeno del spaghetti western (o eurowestern, si se prefiere) eclosionase definitivamente con el estreno de Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964), pero fue un título dirigido por un realizador español, La venganza del zorro (Joaquín Luis Romero Marchent, 1962), el que disparó la fiebre por el western en la Europa mediterránea.
La memoria cinéfila tiende a olvidar la variante hispana del subgénero, que a base de diálogos parcos y revólveres humeantes conquistó las taquillas de la España desarrollista –con el permiso de las comedias costumbristas de Lazaga y compañía- y se expandió a ambos lados del Atlántico. Las cifras son muy tozudas. En 1962 se firmaron en España 14 westerns, cinco de ellos totalmente autóctonos y otros nueve en formato de coproducción, casi siempre en colaboración con Italia. Esta fiebre por el Cercano Oeste se prolongó y aumentó durante toda la década. Aún en 1970, el 20% de las películas estrenadas en España estaban protagonizadas por paniaguados agentes de la ley y zarrapastrosos forajidos.
¿Quiénes fueron los protagonistas del prolífico fenómeno del western hispano? En su vertiente industrial, fueron los hermanos Balcázar (Alfonso, Francisco y Jaime Jesús) los que más trabajaron el género. Entre 1964 y 1965 llegaron a producir una veintena de títulos, casi siempre bajo el paraguas de Balcázar Producciones Cinematográficas. Si los Balcázar se entregaron sin tapujos al exploit más descarado, Joaquín Luis Romero Marchent fue el encargado de dignificar el hispano western. Durante años imprimió su marchamo de calidad a coproducciones hispanoitalianas, participó en el guión de películas de su hermano Rafael, como Garringo (1969) o Un par de asesinos (1970), y dirigió y guionizó capítulos de la popular serie televisiva Curro Jiménez, en la que adaptó los arquetipos del western a la tradición patria del bandolerismo. Delante de las cámaras se prodigaron actores norteamericanos en decadencia, como Richard Harrison, que emigraron a la Europa mediterránea para hacer dinero fácil, junto a inolvidables secundarios de nuestra cinematografía. De entre ellos el aficionado recuerda con cariño los nombres de Aldo Sambrell -nombre artístico del madrileño Alfredo Sánchez Brell -, el villano por excelencia del western hispano, y Fernando Sancho, de complexión robusta y facciones marcadas, que casi siempre encarnaba al bandido mexicano de turno. Ninguno de ellos solía participar en las habituales escenas de riesgo, mal pagadas y peor reconocidas. Suele contar con sorna el director Juan Bosch que los esforzados especialistas que caían desde un metro de altura tras recibir un disparo podían embolsarse la discreta cantidad de mil pesetas. Si daban con sus huesos en la tierra al arrojarse de un caballo al galope podían ganar 3.000. Y en el caso de que la caída del jinete arrastrase al equino a tierra, la bonificación llegaba a las 5.000.
Una ristra de chorizo-westerns
El hispano western (o chorizo western, como se denominaba despectivamente en los círculos de arte y ensayo) nunca contó con la bendición del régimen franquista. Al menos oficialmente. A la hora de la verdad, al mismo tiempo que se presumía de los talentos surgidos de la Escuela Oficial de Cine, impulsada por el director general de Cinematografía José María García Escudero, se modificaban sin pudor leyes para favorecer los rodajes de un subgénero barato y exportable, de costes reducidos y beneficios pingües. El decreto 1629/1969, de 24 de julio, otorgaba a Almería la categoría de zona preferente de localización industrial para la industria cinematográfica. “La afluencia de rodajes en los desérticos espacios naturales”, señalaba la norma, “ha traído consigo el desarrollo de una creciente producción cinematográfica, que opera todavía de modo irregular por la carencia de una base permanente, que debería consistir en estudios cinematográficos dotados de una adecuada organización empresarial”. Los hispano westerns se acogían por lo demás a los beneficios fiscales de la Ley de industrias de preferente interés nacional del 2 de diciembre de 1963 -entre otros, libertad de amortización durante el primer quinquenio y exención de determinados impuestos- y a las ayudas económicas con las que el Estado premiaba a las coproducciones.
Los avispados productores del momento no tardaron en levantar poblados artificiales por todo el país para albergar los rodajes del ramo, saqueando con descaro y sin pudor todos los escenarios icónicos del western clásico: desde la agitada cantina donde invariablemente se montaban tanganas multitudinarias a la mugrienta prisión de muy débiles barrotes. El primer poblado con carácter permanente se construyó en 1962 en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares, y fue bautizado con el visionario nombre de Golden City. Por sus polvorientas calles lució palmito, sombrero calado y raído poncho el mismísimo Clint Eastwood. Pero el poblado vaquero más emblemático fue siempre Esplugues City, que mandaron construir los Balcázar en una superficie de casi diez mil metros cuadrados a las afueras de Barcelona. La conocida como “ciudad de cowboys”, en cuyos terrenos se edificaron un poblado indio y otro mexicano, entre otras instalaciones, fue diseñada en forma de S para que en los encuadres no se colaran ninguno de los edificios modernos de los alrededores. Pistoleros de Arizona (Alfonso Balcázar, 1965) fue la primera película que se rodó en el poblado, que durante los ocho años siguientes acogió más de 200 rodajes y fue objeto de varios rediseños. Para rodar escenas a campo abierto pocos enclaves podían competir con los inolvidables parajes del desierto de Tabernas, en Almería. En sus desérticos terrenos llegaron a rodarse hasta cuarenta producciones anuales.
Con honrosas excepciones, los artífices del western hispano nunca buscaron el reconocimiento de la crítica –que siempre les reprochó que se olvidasen de la épica de horizontes abiertos del western clásico y se abandonasen a una violencia seca e irracional- ni galardones en festivales internacionales. Lo que importaba era rodar a toda prisa, a veces sin guión, y amortizar el producto cuanto antes, aunque ello implicara copiar hasta la saciedad los mismos planos y argumentos. El prolífico José María Zabalza llegó a rodar en verano de 1969 tres westerns del tirón –Los rebeldes de Arizona, 20.000 dólares por un cadáver y Plomo sobre Dallas– a base de pluriemplear al equipo artístico y técnico y aprovechar al máximo el atrezo. Con un poco de suerte, las películas se acababan vendiendo poco después en paquetes genéricos en los mercados de compraventa como Cannes. Para difuminar el sabor local y propiciar la entrada del producto en los circuitos de serie B, intérpretes y directores solían refugiarse en exóticos seudónimos, una práctica muy extendida en el cine de subgéneros español de la época. El omnipresente Ignacio F. Iquino firmó como Steve McCohy títulos como Un colt por cuatro cirios (1971) o Los fabulosos de Trinidad (1972), mientras que José María Zabalza se convirtió en Joseph Trader en los títulos de crédito de Las malditas pistolas de Dallas (1964). En otras ocasiones, se jugaba a mezclar nombres y apellidos de raigambre clásica para obtener sonoras combinaciones, como Montgomery Clark o Montgomery Ford.
Tras más de una década recorriendo con gesto circunspecto los desiertos de Almería y asomándose a las pantallas de los cines de barrio, los fatigados y amorales vaqueros hispanos decidieron entregar las armas, arrinconados por las garras y colmillos de la legión demoníaca del fantaterror, que gobernaría la taquilla durante los años siguientes. La despedida, eso sí, fue antológica. Los Balcázar aprovecharon el espectacular incendio que tenía lugar al final de Le llamaban Calamidad (de Alfonso Balcázar, estrenada en enero de 1973) para destruir Esplugues City, en una memorable orgía controlada de pólvora y cenizas. Desde entonces, apenas nadie se ha preocupado de recoger el testigo, más allá de sentidos homenajes como 800 balas (Álex de la Iglesia, 2002).
Shakespeare es el autor universal; el más representado, adaptado y leído en todas las partes del mundo. Como advierte Harold Bloom en su ensayo Shakespeare: la invención de lo humano, no hay nada arbitrario en esta supremacía: «Las obras de Shakespeare son la rueda de nuestras vidas, y nos enseñan si somos los engañados del tiempo, o del amor, o de la fortuna, o de nuestros padres, o de nosotros mismos». Todo aquel cineasta, de Cukor a Zeffirelli, de Polanski a Emmerich, que se atreva con su obra, sabe que la batalla está perdida de antemano. Como dice Bloom, «su universalidad te derrotará, sus obras saben más que tú».
Nada como el hogar
Whedon tenía que haber celebrado su vigésimo aniversario de boda en los canales de Venecia. Ese era el plan inicial, porque a última hora prefirió embarcarse en una versión atípica de Mucho ruido y pocas nueces: 12 días de rodaje, presupuesto raquítico, un texto fiel al original y su hogar como única localización.
¿El reto? Demostrar que Shakespeare «inventó» el género de las comedias románticas y de enredo hace ya 400 años y que su obra sigue teniendo plena vigencia en el siglo XXI.
Evidentemente, la última adaptación de Mucho ruido y pocas nueces dista de ser teatro filmado, y Whedon aprovecha la ocasión para rendir homenaje a las screwball comedies de los años 30 mediante una sugestiva fotografía en blanco y negro y una elegante, dadas las circunstancias logísticas, planificación de secuencias.
¿Un capricho autoral? En absoluto, en casa del director se hacían lecturas colectivas de Shakespeare, una costumbre que ha mantenido con los años y en la que ha acabado enredando a amigos y compañeros de rodaje.
Shakespeare con acné
El moderado éxito de Romeo+Julieta (Baz Luhrmann, 1996) abrió el camino a un ramillete de producciones dirigidas a un público adolescente que se inspiraban levemente en la obra de Shakespeare y que hacían buena la máxima de Helen Mirren de que al Bardo de Avon es mejor verlo que leerlo. Diez razones para odiarte (Gil Junge, 1999) fue la más consistente, con diferencia, del lote.
Como decía el bueno de Roger Ebert, y aunque no lo parezca es un piropo, la película está basada en La fierecilla domada de la misma manera que Starship Troopers lo está en Titus Andronicus. Es decir, se utiliza el texto original como punto de anclaje para que los personajes interpretados por Julia Stiles, Heath Ledger y Joseph Gordon-Levitt se sitúen por encima del estereotipo teen y resulten creíbles.
Diez razones para odiarte es el clásico ejemplo de sleeper convertido en película de culto con los años. Una década después, llegó incluso a transformarse en fugaz serie televisiva.
Todos los caminos conducen a Troma
Por alguna misteriosa razón que se nos escapa, Lloyd Kaufman pensó que sería una buena idea dar luz verde a una película escrita y declamada en verso que uniera en singular crossover a Romeo y Julieta y el vengador tóxico, la estrella de los estudios Troma.
Tres años después, James Gunn –ahora en Marvel– reescribió el guión, convirtiendo a Julieta en stripper y a (T)Romeo, en un camello. La versión final prescindió de los versos y añadió más elementos de comedia: Julieta es bisexual; Tromeo, un masturbador compulsivo, y la narración corre a cargo de la aguardentosa garganta de Lemmy de Motorhead.
Tromeo y Julieta (Lloyd Kaufman, 1996) es tan violenta, chapucera y turbia como cualquier película de la Troma, pero no se resigna a ser una parodia trash de la obra original. De alguna manera extraña funciona, a pesar de ese desconcertante final que acaba provocando un ataque de risa al mismísimo Shakespeare.
El bardo animado
La obra de Shakespeare resiste cualquier lenguaje, formato y género, pero convertir a los protagonistas de Romeo y Julieta en gnomos de jardín quizá resultara algo excesivo. Gnomeo y Julieta (Kelly Asbury, 2011) aspiraba a convertirse en un nuevo Toy Story, con esas historias de objetos animados que cobran vida cuando no hay humanos de por medio, pero la acumulación de chascarrillos y personajes –cada uno con su frase estrella– acababa por convertir la trama principal en un sinsentido.
De momento, el referente a batir en animación es El rey León y sus selváticos guiños a Hamlet. Curiosamente, la mucho más desconocida secuela incorporaba elementos de Romeo y Julieta y, cerrando el círculo, la tercera entrega narra la historia de Simba/Hamlet a través de dos personajes secundarios; una técnica narrativa similar a la que propuso Tom Stoppard en su película Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990).
Desconocido rey Godard
Una servilleta inmortalizó el acuerdo más antinatural de la historia del cine. Sucedió en 1985 en el Festival de Cannes, cuando los propietarios de Cannon –recuerden, la casa de Chuck Norris– reclutaron a Jean-Luc Godard para que filmase una versión actualizada de la tragedia El rey Lear.
La propuesta era jugosa: el guión lo firmaría Norman Mailer, que también protagonizaría la película y contaría con Woody Allen en el papel de bufón. ¿Qué podría fallar?
Básicamente, todo. Asegura Peter Sellars, director de teatro y actor ocasional, que Godard nunca se leyó entero El rey Lear, al menos cuando estaba rodando la película. Sólo ojeó las tres primeras páginas y las tres últimas, por lo que la película versa sobre los intentos del director de Al final de la escapada de llegar a la página cuatro. O eso, o Godard cometió un mayúsculo acto de sabotaje contra la industria del cine.
Evidentemente, la película no tiene nada que ver con el material de Shakespeare. Se desarrolla en un escenario post-Chernobyl en el que «las películas y el arte no existen y deben ser reinventadas». El rey Lear de Godard fue tan difícil de conseguir durante años que Tarantino puso en uno de sus primeros CV que había trabajado en la película. Total, nadie la había visto y no podían desmentirle.
Persiguiendo a Ricardo
Al Pacino tenía un gran sueño, adaptar Ricardo III al cine, sepultado por una amarga realidad: imposible mejorar la memorable versión de 1955 protagonizada y dirigida por Laurence Olivier. En su lugar, filmó un ensayo en el que se preguntaba por la relevancia de Shakespeare a finales del siglo XX, intercalando momentos clave de la tragedia con entrevistas a actores y gente de a pie.
Un proyecto fácil sobre el papel, casi imposible de llevar a la práctica: En busca de Ricardo III (1996), que tuvo que ir sacando adelante entre rodaje y rodaje, le llevó cuatro años de vida y abarcó 80 horas de material, que tuvieron que ser editadas por hasta seis personas.
Durante parte de este tiempo no hubo una dirección clara, como se puede deducir de los gestos de cabreo del reparto, ni tampoco demasiado dinero. La batalla final se rodó en un solo día y sólo gracias a la ayuda desinteresada de Michael Mann, que aportó extras y personal técnico.
El modelo Branagh
En 1989, tres de cada cuatro artículos sobre Kenneth Branagh hablaban del advenimiento del nuevo Laurence Olivier. Tras consagrar su carrera a Shakespeare en los escenarios teatrales, ambos debutaron en la dirección con una magistral adaptación cinematográfica de Enrique V.
Las similitudes se acaban aquí. El Enrique V de Olivier (1944) era un vehículo de propaganda patriótica en un momento en que Inglaterra necesitaba héroes; un caballero embutido en una brillante armadura. La versión de Branagh era mucho más realista y no escondía los aspectos menos amables de un personaje en tránsito a la madurez sepultado por la culpa.
Tiende a olvidarse, pero el gran mérito de Branagh consistió en hacer asequible Shakespeare a los espectadores de Cocodrilo Dundee, por citar un ejemplo de la época, utilizando armas propiamente cinematográficas y sin recurrir a la trampa del teatro filmado.
Tragedia en la Tierra del Sol Naciente
«No soy especialista en Shakespeare, sólo lector. Si me citas una línea, no la reconoceré». Ni Trono de sangre (1957) ni Ran (1985) son adaptaciones literales de Macbeth y El rey Lear. En el mejor de los casos, Akira Kurosawa llevó a cabo una transposición del espíritu de las obras originales a un contexto bien diferente: la sociedad feudal japonesa del siglo XVI.
Kurosawa, buen conocedor y amante de la literatura y cultura occidentales, mantuvo algunas de las constantes: la lucha contra el destino, el conflicto en el seno de la familia entre la autoridad paterna y la desobediencia filial, o la destrucción trágica del héroe motivada por factores internos o externos.
Las amistades peligrosas de Falstaff
Sir John Falstaff siempre fue uno de los personajes favoritos de Orson Welles. Es el compañero de correrías pendenciero, borrachín y lujurioso del príncipe Hal, que le repudia una vez accede al trono y ya con el nombre de Enrique V.
Welles, que se sentía juguete roto de la industria cinematográfica, no podía evitar verse reflejado en su oronda figura al abordar la amistad traicionada, tema en torno al que gira parte del argumento. Su obsesión por Falstaff se remonta a 1939 y a su obra teatral The five kings, donde fusiona partes de Enrique IV (primera y segunda) y Enrique V, y que en cierta manera es el precedente más evidente de Campanadas a medianoche (Orson Welles, 1965).
La película se rodó en España, con un presupuesto limitado y en blanco y negro. Si hacemos caso a la autobiografía de Jess Franco, Memorias del Tío Jess, Orson Welles engañó al productor Emiliano Piedra para sacar adelante su proyecto: la inversión de Campanadas a medianoche se recuperaría con los beneficios obtenidos por una versión de La isla del tesoro de la que Welles se desentendió pronto. «Nadie quería hacer la película, nadie había querido hacerla nunca. Había sido un truco del almendruco para sacar pasta».
El César de Nigeria
El buen Samuel Johnson escribió que Julio César era «de alguna manera fría y poco conmovedora» pero, si hubiera visto la feroz adaptación de la Royal Shakespeare Company, habría opinado lo contrario.
El director británico Gregory Doran traslada la acción a la actualidad de un estado africano y su reparto de brillantes actores negros con sus bellos acentos contemporizan la cuestión principal de si era o no César un tirano en ciernes al que había que eliminar.
Contra todo pronóstico, el texto original resurge de la recontextualización más cristalino –y conmovedor– que nunca, y su actor principal, el formidable Jeffery Kissoon, mide su larga sombra con la de tiranos que todos hubiéramos querido muertos, como Idi Amin, Mobutu Sese Seko o Ibrahim Badamasi Babangida.
Que caiga César
De vuelta en italia, Paolo y Vittorio Taviani siempre sintieron por Shakespeare el respeto reverencial que se tiene al hermano mayor. En 2012 se decidieron por fin a matarle, rehaciendo su letra sin traicionar el espíritu.
Su César debe morir es la versión cinematográfica más honesta y brutal que se haya rodado jamás de Julio César, y eso incluye la obra maestra de Mankiewicz y Brando. Está interpretada por los reclusos de la cárcel Rebibia, presos de la Camorra condenados a cadena perpetua que aportaron su agitado caudal vital a una obra que toca temas tan atemporales como la libertad, la traición, la duda y el crimen.
De la obra de Shakespeare, sólo se conservó el espíritu original y la trama narrativa. Los diálogos se tradujeron a los diversos dialectos hablados por los presos. César debe morir es un docudrama psicoanalítico que prueba que Shakespeare lo contiene todo y lo revela todo, de la Londres isabelina a los bajos fondos de Nápoles.
Enrique V en Portland
Mi Idaho privado (Gus Van Sant, 1991), epítome del cine indie de los 90, es el resultado de la feliz fusión de varios proyectos a los que Gus Van Sant no sabía cómo dar salida. Entre ellos, una adaptación de Enrique IV en soneto shakesperiano con el título de Aullando a la luna. El visionado de Campanadas a medianoche le dejó tan impactado que decidió incorporar elementos de Enrique IV y Enrique V a una agridulce historia ambientada en desolados entornos de Portland.
La relación entre los chaperos Mike Waters (River Phoenix) y Scott Favor (Keanu Reeves, una actualización nada disimulada del salvaje príncipe Hal) bascula en torno a la presencia/ausencia de ese Falstaff vicioso y modernizado que es Bob Pigeon, y que monopoliza la función hasta el punto de que Van Sant le recortó siete minutos de presencia en pantalla para que Mi Idaho privado no acabara pareciendo un remake sensu stricto de Enrique V.
La obra más oscura
Las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare han esquivado tradicionalmente las obras más oscuras y desconocidas del poeta y dramaturgo inglés. Una ausencia a la que han puesto remedio títulos recientes como Coriolanus, con el que Ralph Fiennes se estrenó en la dirección en 2011 tras haber interpretado al general romano que protagoniza la tragedia en escenarios teatrales.
Es una versión violenta, transgresora y plagada de anacronismos aunque fiel a la letra original, en línea con lo que hizo Julie Taymor con Tito Andrónico en Titus (1999), un grand guignol que tardó cinco años en estrenarse en España y que dejó tan exhausto a Anthony Hopkins que le retiró de la interpretación durante un tiempo.
‘A propósito de Llewyn Davis’, la última película de los cineastas de Minnesota, es el ejemplo perfecto para analizar la fórmula que ha convertido su cine en un género en sí mismo
«Los Coen hacen películas plenamente autoconscientes de su relación con géneros cinematográficos preexistentes. Su cine descansa en el conocimiento cultural y fílmico compartido con sus espectadores», dejó escrito Carolyn R. Russel en un ensayo sobre los hermanos más famosos del cine de las últimas décadas, con permiso de los Wachowski. Una definición que explica que, aunque les persiga el sambenito de cineastas indies, su obra sea ya conocida y reconocida por el gran público y haya ganado premios de la Academia.
Pero ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos del cine de los hermanos Coen? Lo cierto es que es posible destilar su fórmula a través de una serie de elementos comunes que se repiten en sus películas, y que también aparecen en su última cinta estrenada en España, la muy recomendable A propósito de Llewyn Davis.
Los tiempos están cambiando
Las películas de los hermanos Coen suelen transcurrir en escenarios muy específicos, indisolublemente unidos a la trama argumental, que acaban por adquirir entidad propia y comportarse como un personaje más. Con independencia de en qué lugar se desarrollen sus historias, sería difícil imaginarlas en cualquier otro contexto. Imposible disociar Fargo de ese perenne manto nevado de fondo; o Arizona Baby, de los parajes desérticos en que se desarrollan esas persecuciones cartoonescas a lo Chuck Jones.
A próposito de Llewyn Davis huele a Nueva York por los cuatro costados; a ese Greenwich Village de 1961 cuyos escenarios estaban tomados por músicos de jazz y bluesmen y en cuyas calles todavía podía sentirse el regusto bohemio y drogota de los años de gloria del movimiento beat.
Aún tendrían que pasar unos meses para la eclosión de la escena folk y el advenimiento de todos esos cantautores politizados con la mochila llena de historias y acordes de sus lugares de origen. Trovadores acústicos como Dave Van Ronk se las apañaban con más oficio que suerte. Van Ronk se mudó al Village a principios de los 50 y ya no se quiso mover hasta su muerte. Además de músico, fue mentor de la generación folk y notable filósofo de barra. Sus memorias de la época están recogidas en The Mayor of MacDougal Street, crónica colorida y algo ácida de la antesala del revival folk de principios de los 60.
El libro fue a parar a manos de los Coen, que jugaron a imaginarse qué hubiera pasado si a Van Ronk le hubieran dado una paliza a la salida de una de sus actuaciones: un material de primera para urdir una de sus ácidas sátiras en torno a la cultura popular que se les dan tan bien. La muerte o la violencia, habitualmente producto de un malentendido, suelen desencadenar los acontecimientos en el universo de los Coen. En otras ocasiones, la maquinaria de catastróficas desdichas se pone en marcha por el efecto negativo que la ausencia de dinero causa en sus personajes, bien porque andan sin blanca o porque, como en O brother, persiguen un botín.
En ambos casos, A propósito de Llewyn Davis cumple sobradamente el requisito. Ron Howard hubiera rodado un biopic azucarado sobre el fulminante ascenso de Bob Dylan al olimpo del folk, pero a los Coen les seduce más filmar la amarga épica del fracaso, las penurias de los pioneros que allanaron el camino y sólo obtuvieron reconocimiento tardío en el mejor de los casos.
Esos momentos de crisis que remarcan aún más la propia crisis vital de sus personajes aparecen con frecuencia en sus películas. Muerte entre las flores se desarrolla en los años de la Prohibición y en El gran Lebowski hay referencias explícitas a los primeros meses de la Guerra del Golfo. En cierta manera, su última película es la precuela cinematográfica de la mítica portada del disco The Freewheelin ‘Bob Dylan, tan definitorio del cambio de paradigma musical, de la que toma prestados sus colores apagados.
Sangre en los surcos
En la filmografía de los Coen no hay sitio para héroes ni ganadores. El Barton Fink de la película homónima o el Larry Gopnik de Un tipo serio se enfrentan a una concatenación de trabas vitales e incidentes absurdos que acaban, por acumulación, convirtiendo sus vidas en un infierno. Cobayas constantemente hostigados por sus creadores en experimentos que destilan un humor negrísimo.
Llewyn Davis, un Buster Keaton hierático pegado a una guitarra, es el último en sumarse a esta peripatética liga de perdedores. A pesar de su celebrado gusto musical, es incapaz de oler un futuro éxito de ventas en sus narices. Pretende llegar lejos con su arte, pero no tiene donde caerse muerto en el día a día. Este héroe torpe y melancólico ahogado en sus contradicciones está, en fin, en el lugar correcto pero en el momento equivocado. Un estereotipo, sí, como tantos otros del que los hermanos Coen saben sacar petróleo.
La integridad artística de Llewyn contrasta con su incapacidad para la empatía con el entorno y su patológico bloqueo emocional. «Todo lo que tocas se convierte en mierda, como el hermano idiota del rey Midas», le recrimina Jean, novia de su mejor amigo y a la sazón amante de Llewyn, de quien se ha quedado embarazada.
Los personajes creados por los Coen no suelen hundirse en la autocompasión. Perseveran en sus quijotescos empeños y no pierden la esperanza, aunque saben que se mueven en un universo sin sentido y están marcados por un destino fatal. Verbigracia: Llewyn Davis emprende un viaje casi suicida a Chicago sólo para que le digan a la cara que no es carne de front-man, que tiene talento pero nunca alcanzará el éxito.
Cuando por fin baja los brazos, resignado a seguir los pasos de sus padre en un buque pesquero, se cruza con la enjuta figura de un joven Bob Dylan a punto de cambiar la historia de la música con canciones como I was young when I left home. El bardo de Minnesota dijo una vez: «Todo lo que yo buscaba era ser tan grande como Dave Van Ronk». Pobre consuelo para todos los Llewyn Davis del mundo.
A lo Sísifo
Al igual que Jeffrey Lebowski, Llewyn Davis se mete por casualidad en lo que parece un pequeño lío pero acaba por convertirse en un embrollo de proporciones bíblicas. Hay una diferencia: si El Nota podía pasar por un detective patoso de cine negro imaginado por un Raymond Chandler en horas bajas, aquí Davis emprende un viaje homérico, con referencias explícitas a La odisea, y de estructura circular, como aquellas canciones folk en la que el último verso es exactamente igual al primero, pero de las que se sale más sabio tres minutos después.
En manos de los Coen, la idea de un moderno Sísifo enfrentado perpetuamente al absurdo de la vida se convierte en material de primera para su idea de comedia. La gravedad trágica de la vida y la angustia existencial, prolongadas durante demasiado tiempo y forzadas al límite, acaban provocando la hilaridad, como bien saben unos cineastas que huyen deliberadamente del realismo y parecen genéticamente incapaces de escribir y rodar un material que de alguna manera no esté contaminado por elementos de comedia, por muy negra que sea.
A los Coen, defensores confesos del mal gusto cinematográfico, les hemos visto haciendo gags a costa de paralíticos y el Ku Klux Klan. En esta ocasión no van tan allá, aunque las bromas del gigantesco músico de jazz Roland Turner –interpretado por John Goodman– sobre el suicidio del antiguo compañero de correrías musicales de Llewyn hielen bastante la sangre.
El blues del ahorcado
Ethan y Joel Coen siempre escriben sus historias siguiendo la misma metodología: imaginan una primera escena potente y, a partir de ahí, se dejan llevar donde les lleven el material y los personajes. A propósito de Llewyn Davis se abre con el barbudo cantante interpretando del tirón con su guitarra y en primer plano un original de Van Ronk, Hang me, oh hang me.
De entrada, el arranque supone una ruptura tanto con sus peculiares ángulos de cámara jaleados por la crítica, aquellos que esconden información en lugar de revelarla, como con sus dinámicos travellings tan habituales. Pero además la canción, como todas las que vendrán después, se encarga de proporcionar la información sobre un personaje que tiende a expresarse de manera bastante lacónica, lo que le convierte en sparring de adversarios dialécticos con bastante más verborrea. Si en los musicales las canciones tienden a celebrar catárquicamente el gozo o a exorcizar la pena, las que entona con su guitarra Davis parecen servirle para soportar el dolor.
La pureza que emana de sus interpretaciones tiene una explicación. El actor Oscar Isaac tuvo que aprenderse el repertorio de memoria y tocarlo en directo frente a la cámara, al igual que Justin Timberlake y Carey Mulligan. La idea partió del veterano músico y productor T-Bone Burnett, que al menos en esta película ejerce de tercer hermano Coen.
Los cineastas de Minnesota se caracterizan por mantener los costes de sus producciones al mínimo, por lo que difícilmente generan pérdidas, pero también por repetir siempre que pueden con el mismo equipo artístico y técnico. Burnett comenzó a colaborar con los Coen en El gran Lebowski, y fue el responsable directo de la fiebre por el bluegrass que se desató en todo el mundo a raíz de O brother. No parece que vaya a repetirse el episodio esta vez, a pesar de esa brutal Please Mr. Kennedy, que ironiza sobre los comienzos de la era espacial estadounidense.
Los hermanos Coen no han inventado la rueda, pero sí han reinventado a su manera los géneros clásicos, firmando comedias oscuras protagonizadas por rufianes de buenas intenciones o impecables ejemplos de neo-noir cuyas complejas tramas ejercen de macguffin para intercambios verbales pugilísticos. «Si no es nueva y no envejece, se trata de una canción folk», entona como latiguillo recurrente Llewyn Davis cada vez que se sube a un escenario. De eso o de una película de los Coen.
The grandmaster, el biopic sobre el hombre que entrenó a Bruce Lee, es la respuesta en clave realista del cineasta hongkonés a las películas de artes marciales modernas
Fotograma de ‘The grandmaster’, de Wong Kar-wai
El cine de artes marciales es el equivalente al western para los occidentales; un contenedor genérico que sirve de excusa para abordar cuestiones tanto mundanas como metafísicas, un irresistible caramelo que todos quieren saborear al menos una vez en su carrera. El hongkonés Wong Kar-wai encontró en la figura de Ip Man, maestro de Wing Chun -la más conocida de las artes marciales chinas- y mentor de Bruce Lee, la percha ideal para abordar el género.
Hace más de una década que expresó por primera vez su deseo de llevar a la gran pantalla su vida y enseñanzas. Desde entonces, Ip Man ha aparecido en varios biopics ficcionados, con los rasgos de Donnie Yen en las ocasiones más afortunadas y casi siempre al frente de vehículos de propaganda gubernamental nada encubierta. Relativamente desconocido para el espectador occidental, su figura se ha prestado a todo tipo de licencias históricas que le han convertido en una suerte de superhéroe chino que exorciza con sus puños dolorosas derrotas pasadas a manos del enemigo colonizador.
Wong Kar-wai no factura aquí un biopic convencional del personaje con agitado drama histórico de fondo, sino que engarza los elementos más relevantes de su biografía con los momentos clave de la China del siglo XX. En el arco que aborda la película, de 1936 a 1956, tiene lugar la Guerra Civil en el país, la segunda guerra China Japonesa, los primeros años de la República Popular y el éxodo final a Hong-Kong, que cierra un bonito círculo en la filmografía de Wong-Kar Wai. The grandmaster ejerce de precuela de todas aquellas películas del cineasta que se desarrollan en el Hong-Kong de los años 60, fortalecido en todos los órdenes por la generación de inmigrantes que levantaron los cimientos que hoy día sostienen la región.
Filósofos de la lucha
Pese a la stendhaliana belleza de sus combates coreografiados, The Grandmaster no es un muestrario hueco de ultra-estilizadas peleas de Kung-fu, sino una reflexión honda sobre la filosofía y disciplina inherentes a las artes marciales. Buena parte de culpa la tiene el guionista y director Haofeng Xu, que ha colaborado en el guión de la película. Firmemente convencido de que las artes marciales son un elemento fundamental de la herencia cultural del país, Haofeng Xu ha revolucionado el género en los últimos años, apostando por la abstracción y el mininalismo en detrimento de la acción pura y dura.
Bastante más inmune a las luchas contra otros rivales que al inexorable paso del tiempo y los altibajos vitales, el atildado y burgués Ip Man de Wong Kar-wai crece en un entorno afortunado, pero acaba por perderlo todo, excepto su insobornable compromiso con las artes marciales. Experimenta los tres estadios inherentes al dominio de las mismas, condensados en la cita «mírate a ti mismo, mira el mundo, mira la humanidad». La dualidad entre la obligación autoimpuesta de transmitir a las generaciones venideras lo que se aprendió de los maestros y la renuncia a perpetuar la tradición por intereses egoístas es uno de los conceptos filosóficos que vertebra la película de Wong-Kar Wai, aquí disfrazado de una de esas historias de amores imposibles a las que el director es tan aficionado.
Ip Man recoge el testigo del gran maestro Gong Yutian, que en su ceremonia de retiro acaricia la idea de unir las escuelas de artes marciales del norte y sur del país. La muerte de Gong a manos de un traidor convertirá a su hija, Gong Er, en la única heredera de su técnica de combate, que se negará a transmitir por su obsesión destructora con vengar el asesinato de su padre. Gong Er e Ip Man, consumidos por una pasión aniquiladora que nunca han llegado a consumar -si exceptuamos la sexualizada y magistral batalla entre ambos-, se reencontrarán ya en los años 50. La primera se ha abandonado a los placeres opiáceos y ha olvidado la técnica de lucha de sus ancestros.
Mientras, Ip Man ha abierto una pequeña escuela de artes marciales en Hong-Kong para que no se pierda su legado. El imposible amor entre ambos opera como metáfora de las irreconciliables diferencias socioculturales entre el Norte y el Sur de China, pero también de las diferencias en las técnicas de lucha empleadas, lo que condena al fracaso el anhelo de unificación de Gong Yutian. No debe extrañar pues, como señala David Bordwell, que Ip Man se haya convertido con el paso del tiempo en símbolo alegórico de la unión de las dos Chinas. «Kung fu: dos caracteres. Uno horizontal, uno vertical. Aquellos que están equivocados caen. Solo el que queda de pie está en lo cierto. ¿No es cierto?», le escuchamos decir en los primeros minutos de The Grandmaster.
Además de las devastadoras consecuencias de un amor no vivido -una licencia histórica que el director se saca de la manga- y el uso de imágenes documentales intercaladas, Wong Kar-wai retoma en The Grandmaster uno de sus motivos predilectos: el peso de la nostalgia que sepulta un presente accesorio. Este concepto de tiempo desestructurado se traduce en pantalla en una estructura narrativa fragmentada, salpicada de constantes elipsis y continuos saltos atrás y adelante en el tiempo, pero también con un distinto montaje y ritmo en función de la importancia que cada uno de los tres protagonistas principales de la cinta -además de los citados, un personaje llamado Razor, que aparece brevemente y encarna el aspecto más sanguinario de las artes marciales- tenga en ese momento en la narración.
El paso/peso del tiempo sobre los personajes en varias etapas de su vida es un guiño declarado a Érase una vez en América, una de las cintas en las que Sergio Leone jugó magistralmente con un uso valorativo de los silencios heredado de los grandes cineastas asiáticos, junto con el concepto de no linealidad del tiempo. Es otro de los círculos que Wong Kar-wai cierra en su último título.
Wong Kar-Wai y los amores reñidos
A gusto del distribuidor
The Grandmaster ha conocido varias versiones internacionales, siempre en función de la potencial sintonía de los espectadores con este concepto casi onírico del tempo narrativo. La cinta que se estrenó en China y Hong-Kong, la más completa, alcanza los 130 minutos de metraje. Hay una segunda versión internacional, que se llevó a la Berlinale y que se estrena este viernes en España, de 123 minutos. La más ligera de todas es la que se estrenó en Estados Unidos el pasado año: 108 minutos centrados en la relación entre Ip Man y Gong Er y narrados de forma lineal. Los cambios, consentidos expresamente por el cineasta, han generado furibundas críticas, como sucede cada vez que los hermanos Weinstein adelgazan una película para hacerla más accesible al espectador norteamericano. Cada una de estas versiones cuenta con secuencias exclusivas, lo que hace soñar con un futura versión redux que no esté secuestrada creativamente por los imperativos comerciales de la distribución.
Ashes of time (1994), su primera incursión en el cine de artes marciales, ya presentaba una estructura esquiva y fragmentada. Levemente basada en la novela de Louis Cha La leyenda de los héroes cóndor, esta revisión del género conocido como wuxia pian vestida con ropajes de superproducción también reflexionaba sobre los efectos del paso del tiempo en los personajes. Pero ahí se acaban las similitudes entre ambas cintas. The Grandmaster carece de ese regusto pulp de Ashes of time. Más bien es un homenaje confeso -sobre todo en su primera hora de metraje- a esos miles de producciones de los Shaw Brothers de los 70 que contribuyeron a internacionalizar las artes marciales, solo que con un mayor peso del trasfondo histórico y un mayor realismo de los combates.
Aquí no hay desafíos a la ley de la gravedad ni vuelos entre copas de árboles, como en Tigre y dragón (Ang Lee, 2000) o La casa de las dagas voladoras (Zhang Yimou, 2004). La violencia de la lucha se refleja en pequeños detalles, como un suelo de madera que se resquebraja o un clavo a punto de salirse de la madera por la contundencia de un golpe. La crudeza hipnótica y brutal de los combates dejaron el cuerpo de Zhang Ziyi maltrecho y llevaron a Tony Leung varias veces al hospital por agotamiento, un par de brazos rotos y una bronquitis aguda tras rodar durante treinta interminables días la expresionista batalla bajo una cortina de lluvia que abre The Grandmaster. Tampoco hay presencia del CGI, si exceptuamos un leve retoque digital en la salvaje secuencia de venganza de Gong Er.
Toda una novedad para el veterano coreógrafo de las escenas de acción, un Yuen Woo Ping que trabajó con los hermanos Shaw en los 70 y que ha dejado huella en blockbusters occidentales de los últimos años, como el díptico Kill Bill de Tarantino o la Trilogía Matrix de los hermanos Wachowski. Esta pretensión de verismo se corresponde con un montaje que obedece al ritmo de la técnica Wing Chun. Si In the mood for love tenía poco más de 500 planos, The Grandmaster tiene, en la versión asiática, más de 2500 planos, con una media de duración de 3 o 4 segundos por plano, lo que explica los 22 largos meses de rodaje de una fascinante película que está a la altura de las mejores obras del director.
El autor de ‘La espuma de los días’ fue un gran amante del cine, pero su pasión no se ha visto siempre correspondida. ¿Es posible adaptar la obra de Boris Vian y no morir en el intento?
Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian (Impedimenta, 2013)
“¿Se supone que estos tíos son americanos? Una mierda”. El 23 de junio de 1959 Boris Vian se presentó de incógnito en el cine Le Petit Marbeuf para asistir al pase de Escupiré sobre vuestras tumbas, la versión cinematográfica de una de sus novelas más populares. Nunca le convenció cómo se estaba gestando la adaptación, pero acabó sucumbiendo a la curiosidad. Además, ¿qué podía pasar? Como cada mañana, había practicado sus ejercicios de natación -la historia de sus últimos días se puede leer en el cómic Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian (Impedimenta, 2013)- y su débil corazón parecía latir al ritmo adecuado. No llegó a ver si su nombre se había eliminado de los créditos finales, como solicitó varias veces. Un fulminante infarto durante la proyección puso fin a su vida a los 39 años. Sin ánimo de convertir la leyenda en anécdota -no es probable que Vian hubiera sobrevivido mucho más tiempo con su ajada salud-, la historia viene al pelo para ilustrar la casi absoluta imposibilidad de trasladar su patafísico universo al lenguaje cinematográfico.
Boris Vian aplicó en sus novelas -las escritas bajo el seudónimo de Vernon Sullivan son otro cantar- la musicalidad del jazz, la plasticidad libre de ataduras del cómic y una planificación absolutamente cinematográfica, en la que nunca faltaron recursos como el fuera de campo, los travellings y los planos secuencia. También importó, a su manera, elementos de las vanguardias de principios del siglo pasado, como el surrealismo y el dadaísmo. Y aquí viene la paradoja: a pesar de ser de uno de los autores más visuales de la historia de la literatura, quien se atreva a adaptar su obra para el cine se encontrará el camino lleno de trampas. No vienen a la cabeza muchos realizadores capaces de recrear en pantalla imágenes tan oníricas tan poderosas como ese carro de comerciantes propulsado por una batería de tetinas a reacción -mientras un coro de bebés entona un himno tabernario- que aparece en La hierba roja. Un momento, ¿alguien ha dicho Gondry?
El piano-cóctel ha estado bebiendo, pero yo no
Como casi todos los adolescentes de los 70, Michel Gondry cayó presa del embrujo onírico de La espuma de los días. Masacrada en el momento de su publicación por la intelligentsia literaria del momento, sus críticas a la sociedad burguesa y a la vida gris la convirtieron en objeto de culto para la generación post-68. «La novela habla del desencanto. Del paso de una felicidad ingenua y solar a las responsabilidades de la vida cotidiana. Del paso de una adolescencia poética a una edad adulta prosaica. Es una novela-jazz, dedicada a Duke Ellington, en la que la joven Chloé se consume como un blues con un nenúfar en el pecho. En la que Vian acusa al sectarismo, a la inutilidad del trabajo, con un humor negro y muchos juegos de lenguaje”, explica Adela Cortijo, autora de El sistema de personajes en la obra narrativa de Boris Vian (Universitat de Valencia, 2003) y una de las mayores expertas en España en el autor.
La carrera de Michel Gondry ha estado plagada de guiños cómplices a Vian, desde sus videoclips para Björk a películas como La ciencia del sueño, así que sólo era cuestión de tiempo que se decidiera a matar al padre y dirigiera la adaptación cinematográfica de la película que le marcó. Al menos en teoría, todo debería haber salido sobre ruedas. Gondry ha reproducido con esmero la letra -a pesar de algunas licencias espaciotemporales, la historia es fiel al original- y, sobre todo, la música de la obra: un arsenal de efectos artesanales y digitales recrean elementos tan celebrados de la novela como el piano-cóctel y ese piso que encoge y se hace más lúgubre en función del estado de ánimo de su propietario. Tampoco faltan el ratón de bigotes negros, las comidas delirantes, la canción de Chloé y las metáforas sobre el agua -como en la novela, convertida en un símbolo negativo-. Sin embargo, la película no ha reventado precisamente la taquilla y las críticas están lejos de ser entusiastas, al menos fuera de España. Fundamentalmente, se achaca al director francés que sea incapaz de mantener el sentido de la maravilla durante 130 minutos. «La experiencia se asemeja a ver un episodio muy largo y muy caro de Playhouse, el programa infantil del cómico Pee-wee Herman que hubiera sido codirigido por Terry Gilliam y Salvador Dalí», señala Jordania Mintzer en el Hollywood Reporter. De otra manera, se echa en falta que la historia trágica de amor entre Colin y Chloé apele al corazón tanto como apabullan los múltiples y resultones cachivaches que emplea Gondry.
‘La espuma de los días’, de Michel Gondry
¿Cómo se apaga un clavel?
En descargo del director francés conviene señalar que muchos se descalabraron en el mismo empeño antes y probablemente otros cuantos lo sigan haciendo en el futuro. ¿Por qué resulta tan difícil adaptar a Boris Vian? «Sus novelas no son tradicionales decimonónicas, y por lo tanto no son fácilmente adaptables. Como tampoco lo serían las de Beckett o las de George Perec. Creo que la dificultad de adaptar las novelas de Vian en un medio audiovisual consiste en conseguir plasmar una atmósfera tremendamente pesimista, negra y en ocasiones también cruel, con una pátina de humor, de poesía pura en las descripciones imaginarias y con un toque de locura o más bien de chifladura profunda”, explica Adela Cortijo. “Lo que falla es que hay una tendencia a limitarse a la parte anecdótica del argumento. Y, en ese sentido, La espuma de los días la debería adaptar un Tarkovsky”.
“Son las cosas las que cambian, no la gente”, confiesa Colin, uno de los protagonistas de La Espuma de los días. En el universo vianesco, los objetos son al menos tan importantes como los personajes humanos y gozan de vida propia. Si empujas una puerta, te puede devolver el empujón. Un clavel se puedeapagar y mimetizar su color con el de la tierra para evitar ser cortado. “Lo más difícil es conseguir que el animismo de los objetos de su mundo-lenguaje no se convierta en algo caricaturesco. Que el hecho de que el timbre de la puerta muerda el dedo de un personaje no parezca sólo como una especie de dibujo animado sin sentido”, señala Cortijo. Otro de los obstáculos con los que han tropezado cineastas una y otra vez es el carácter presuntamente unidimensional de los personajes de Boris Vian, que no es tal a fin de cuentas. En apariencia pueden parecer intercambiables: no conocemos lo que piensan, sino cómo actúan. Pero son precisamente sus acciones, que en ocasiones desafían las leyes de la lógica y de la gravedad, las que les definen, y no los monólogos interiores tan característicos de la época en que fueron escritos, que Vian detestaba casi tanto como el psicoanálisis.
La última, y no menor, dificultad con la que se encuentra todo aquel que intente trasladar al autor de El otoño en Pekín a otros lenguajes reside en la palabra misma. En 1953, se quejaba a la revista Arts del “miedo lamentable que la gente tiene de las palabras”. Él siempre prefirió maltratarlas sin piedad y sin tomar rehenes. En su obra se mezclan de forma deliberadamente caótica varias lenguas -le gustaba practicar el franglais, o palabras inglesas adaptadas a la ortografía francesa-, argot callejero, neologismos, onomatopeyas y dobles y hasta triples cambios de sentido, siempre con la sana intención de provocar y molestar. Luis Antonio de Villena, poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor, adaptó algunas de las canciones de Vian para el disco-homenaje que lanzó Andy Chango hace cinco años, y tradujo el poema No ando muy ganoso para la recopilación No me gustaría palmarla (Demipage, 2009). “Una de las dificultades a la hora de traducir a Vian es que conozcas bien el argot francés del momento y encuentres equivalentes en el español de hoy. Si lo dejas como está, probablemente la gente no lo va a entender. A la hora de traducir ese argot es vital que conserve su carácter rupturista, con todas esas palabras levemente malsonantes. También hay que tener en cuenta que Boris Vian es un personaje muy de su época, que no escribía para las masas. Si le traduces de manera muy moderna le estás distorsionando”, asegura.
El peligro de los clásicos: con los patafísicos no hay manera
Gondry es el tercer director que trata de aprehender la esencia onírica de La espuma de los días. La primera versión, dirigida por Charles Belmont en 1968 y con un simpático cameo de la viuda del autor francés, fue masacrada por la crítica, que no pudo perdonar las traiciones a la novela. Décadas después, el japonés Gô Rijû se curaba en salud en el prólogo de su Kuroe (2001), advirtiendo de que la película sería “infiel al mundo de la novela”. Si Vian imprimió un dinamismo cartoonesco y un sentido del ritmo y del humor mutante, en Kuroe encontramos un universo gélido que se arrastra de manera tediosa.
Una maldición parece acompañar a los osados que se atreven a adaptar a Boris Vian. El crítico y cineasta Pierre Kast, amigo personal del parisino, murió de un ataque al corazón mientras rodaba la versión televisiva de otra de las más famosas novelas de Boris Vian, La hierba roja. Al director español Carlos Amil le costó cinco años de vida llevar al cine Blanca Madison (1998), basada en un relato del francés, y aún así la película apenas se pudo ver en salas. Tampoco apostaríamos el brazo por la versión de El arrancacorazones que el húngaro Pater Sparrow tiene ya lista para estrenar a principios de 2014. Teniendo en cuenta la admiración que Vian sentía por los cómics serializados de Flash Gordon, no es tan extraño que su universo se traslade de forma mucho más natural al campo de la animación: hace seis años el cortometraje mudo À feu condensaba de forma magistral -tan sólo once minutos- el inmortal relato El lobo-hombre.
Pero la historia no acaba aquí. El estreno de la película de Gondry ha revitalizado el interés por la obra de Boris Vian en Francia, donde sigue siendo uno de los autores más leídos y apreciados. La productora parisina Nolita Cinema se ha asociado recientemente con France Télévisions y la Coherie Boris Vian para emitir en la primavera de 2014 una serie de guiones inéditos en formato audiovisual, que en España se pueden leer en Calle de las arrebatadoras (Icaria, 1992). Entre los directores elegidos, el barcelonés Pablo Larcuén: “Me gustó la idea de rodar algo corto en Francia sin mucha presión y con total libertad. Yo adapto el relato De Quoi J´me Mêle. A mí me gusta crear material original y siempre escribo mis propios guiones por lo que, desde un inicio, planteé una adaptación bastante libre y personal y decidí quedarme sólo con la premisa y algunos detalles de la obra original. Por lo que sé, el resto de directores harán una adaptación más fidedigna”, explica.
‘À feu’, corto basado en el relato ‘El lobo-hombre’
Todo fue dicho cien veces: el cura vampiro que amaba el tecnicolor
Siempre nos quedará la duda de saber qué hubiera hecho el propio Boris Vian con su propio material. “A partir de 1953, cuando publicó El arrancacorazones, Vian decidió abandonar la literatura para dedicarse exclusivamente a la música”, revela Cortijo. “Quizás hubiera retomado sus actividades cinematográficas, sobre todo porque fue una pasión frustrada, ya que, para él, filmar debía ser tan simple como mirar”; una pasión a la que se entregó con vehemencia al grito de batalla de “¡Viva el Tecnicolor! Estamos hartos de El ladrón de bicicletas” y que acabó trasladando a sus novelas. Algunos de sus personajes más emblemáticos están construidos a imagen y semejanza de figuras tan míticas del Hollywood clásico como James Dean, Ida Lupino y Lauren Bacall. A pesar de carecer de nociones técnicas, probó suerte escribiendo guiones con la ayuda de Pierre Kast. En 1947 llegó incluso a formar, en colaboración con la cantante Michèle Arnauld y el poeta y dramaturgo Raymond Queneau, una sociedad dedicada a la producción de guiones, de vida muy breve. También hizo sus pinitos en el campo de la crítica cinematográfica. En sus artículos para Cinéma et science-fiction proclamó su amor por las comedias musicales y los westerns. Entusiasta del cine de géneros y enemigo acérrimo del concepto cahierista de “autor”, creó junto a Kast la revista Cinémassacres, en las que se despacharon sin piedad con Hitchcock, Marcel Carné y Vittorio de Sica.
Como nuestro añorado Jess Franco, cuando le tocó ponerse delante de la cámara interpretó siempre que pudo a personajes estrafalarios, desde un cura vampiro a un terrorista que la emprendía a cuchilladas con policías de cartón. Más conocidos son sus cameos en la versión de Las amistades peligrosas que rodó Roger Vadim en 1959 o en Nuestra señora de París (1956), de Jean Delannoy. En el fondo, su acercamiento al cine siempre tuvo una vertiente más lúdica que experimental, que bien podría resumirse en este esclarecedor poema: “Todo fue dicho cien veces y mucho mejor que por mí. Entonces, cuando escribo versos me divierto. Me divierto y me cago en vos”.
«La primera parte del libro se centra en repasar la historia del cine fantástico en España, prestando una especial atención a las causas industriales, legislativas y sociopolíticas que propiciaron su implantación como género dentro de nuestro cine a finales de los sesenta. La inclusión de esta especie de introducción, por así decirlo, ¿responde al compromiso de poner en antecedentes al lector menos familiarizado con el tema a tratar o, por el contrario, es una forma de hacer hincapié en la óptica que manejas a la hora de desarrollar su contenido, desmarcándote así de lo recogido por ensayos previos, en los que se pasaba más por encima estos asuntos que, sin embargo, marcarían los rasgos definitorios del cine de terror español?
Una mezcla de ambas cosas. La accidentada historia del terror español está muy bien documentada ya en libros anteriores, y no hace ni tres años que Àngel Sala publicó Profanando el sueño de los muertos, en el que hacía un exhaustivo recorrido cronológico del género en España. Es una de las patas que más limé a la hora de transformar la tesis en libro, porque mi obsesión era que no resultara redundante. Tal y como ha quedado, espero que al experto no le moleste demasiado y al neófito le sirva de pequeña guía de introducción. Es cierto que se han quedado muchos títulos fuera de este breve recorrido, pero preferí abundar en las circunstancias sociopolíticas en que salieron a la luz para tratar de explicar y explicarme las razones de 70 años de ausencia de un género tan importante en nuestra cinematografía.
También consideré que a determinados aspectos, y cito por ejemplo las consecuencias del caso Matesa en la industria cinematográfica y su papel indirecto en la eclosión del género en España, o la política de las coproducciones, no se le había dado demasiada importancia hasta la fecha, y el enfoque del libro me permitía investigar sobre los mismos».
Portada del libro ‘La década de oro del cine de terror español’
La opera prima de Dolores, “Disco póstumo” (Origami Records), es pop de intensidad malsana iluminado a base de claroscuros. Un disco homogéneo a pesar de sus puntuales escapadas kraut; seco y directo, pero trabajado con tesón de artesano. Parece que jugaran al despiste, pero es que Dolores se encuentran cómodos explorando los contrastes. “Yo siempre he defendido el trabajo en casa, con tranquilidad y tiempo, que te da más oportunidades de componer algo más elaborado melódicamente. En el local de ensayo siempre te va a salir algo más rabioso”, apunta Juan Rodríguez, creador de la mayoría de unas canciones que se benefician de un reparto de tareas ejemplar: “Teresa se encarga de las letras, melodías de voz e imagen gráfica. Pablo Costa adapta las canciones al directo y Tahiche Guillén produce. Tenemos muy claro lo que nos gusta”. El interesante apartado lírico de Dolores, otro de sus puntos a favor, remite a la tradición mítica española y su cargamento de llagas y tormentos. “No todo se reduce a imaginería religiosa”, matiza Teresa, “pero me parece interesante cómo afloran sentimientos como la culpa y el pudor en una sociedad desprovista presuntamente de sentimientos religiosos. Se trata de una reflexión sobre la fe enfocada desde distintos ángulos”. Uno diría que se encuentran más cerca del simbolismo hermético de San Juan de la Cruz que de los referentes musicales con los que les han asociado apresuradamente. “Yo no me siento nada identificada con el sonido ochentero y la onda siniestra con la que a veces nos relacionan”. Seguramente por eso el aspecto visual de Dolores contiene abundantes humorísticos guiños desmitificadores. “Jugamos con la paradoja. Estamos hablando de una cosa muy seria y puñetera, pero le metemos esos detalles de color. También en el sentido musical nos dicen que somos oscuros, pero luminosos. No somos almas atormentadas. Ni nos sale ni queremos dar esa imagen”, apunta Juan, antes que Pablo zanje el asunto: “En 2011, etiquetas como la de ‘maldito’ están más que anticuadas”. Y es que, en el fondo, a la banda le hubiera gustado prolongar el misterio que acompañó sus primeros pasos, como reconoce Juan: “Personalmente hubiera preferido ni siquiera salir en las fotos para preservar la música tal cual, peroes algo imposible en esta era de la sobreinformación”.
Publicado en el número de enero de 2012 de Mondosonoro